jueves, noviembre 14

El amor a la patria está en el paladar | Cultura

Pese a tantas consignas y proclamas que de niño oía por todas partes, no acertaba a saber qué cosa era la patria. En el cerebro límbico donde se almacenan los sentimientos y las emociones permanecía el sonido de las canciones Cara al sol y Prietas las filas, que cantaba en la escuela con el brazo en alto cada mañana cuando se izaba una bandera roja y amarilla en el balcón. Con el tiempo aquellos himnos los llevaría asociados, más que a un ideal patriótico, al bocadillo de atún en escabeche que le preparaba su madre para comérselo en el recreo. Una mañana levantó el brazo de forma automática sin darse cuenta de que llevaba el bocadillo en la mano derecha y el maestro le pegó un bofetón por considerar que era una afrenta a la bandera.

En la escuela el maestro les hablaba de la patria y decía que la patria era nuestro territorio, al que había que amar. El niño miraba por la ventana y veía una montaña de la sierra de Espadán por donde él solía campar en busca de balas y restos de metralla de una guerra que había tenido lugar por allí, según le habían contado. Por el otro lado se veía el mar a donde iba todos los veranos a bañarse. Si la patria era esa montaña y ese mar azul, el niño estaba dispuesto a amarla. Pero un día en el cine del pueblo pusieron Sin novedad en el Alcázar. La pantalla había quedado llena de escombros humeantes por donde habían saltado los valerosos soldados nacionales que eran altos, guapos y audaces, y habían muerto los enemigos, que eran feos, de mirada torva y desarrapados. El niño sintió su corazón inflamado por un extraño coraje al sonar la marcha militar Los voluntarios, al final de la proyección. De repente al salir a la calle, a este niño le habían entrado ganas de pegarse con alguien solo para demostrar que era valiente como aquellos guerreros que habían defendido el alcázar.

Nunca llegó a explicarse, siendo vástago de una familia de derechas y tener un hermano mayor que era jefe de centuria, por qué había rehusado entrar en la sala de aquel balneario derruido donde un jefe de falange repartía a compañeros de su edad, amigos de juegos en la plaza, un fusil de madera, una camisa azul, un correaje con hebilla dorada, una boina roja, unas medias, unas botas con clavos y un pantalón caqui. A partir de ese momento sería proclamado Flecha y podría desfilar a la sombra de los nogales de la carretera. Esa desgana por sumarse al rebaño y negarse a andar uniformado la atribuía, tal vez, a su instinto innato de ir suelto por la vida como un gato salvaje.

Después pudo creer que España era aquel mapa con cada provincia de un color colgado en la pared de la escuela. Al parecer, estaba lleno de ríos con sus afluentes, de cabos, golfos, sierras y las cordilleras lejanas que había que aprenderse de memoria y cantarlos a coro para que quedaran grabados en el cerebro y allí formaran una misma masa encefálica con un conjunto de blasones y escudos antiguos con águilas y leones. Fue hacia los ocho años cuando se enteró de que ser español consistía en sentirse orgulloso de las hazañas de los antepasados, y de estar dispuesto a derramar hasta la última gota de sangre para defender a la patria. ¿Qué le pasaba a este niño que ninguna victoria le conmovía? Comenzó a intuir lo que era ser un patriota cuando un toro mató a Manolete y todo el mundo a su alrededor lloraba, pero el golpe de gracia lo obtuvo de lleno por primera vez cuando oyó el grito desgañitado de Matías Prats cantando el gol de Zarra en Maracaná. Solo entonces supo que España ocupaba un lugar en el universo.

Sucedió una vida anodina amamantada por el Nodo, con los lugares comunes de un pasado heroico, la rueda del tiempo sobre los días de gris plomo de la dictadura, hasta que este niño se vio dentro de un uniforme militar con una estrella de seis puntas de alférez en la gorra. ¿Tampoco ahora sentía el pálpito de la patria en el corazón de joven soldado? Una vez el coronel de regimiento lo pilló con la guerrera desabrochada, lo mandó ponerse firme y le soltó: “¡No le digo nada porque usted no es más que un paisano disfrazado de militar!”. Había acertado. Era como realmente se sentía. No obstante, desfiló ante Franco en la parada militar del paseo de la Castellana vestido de camuflaje con el sable al frente de aquella flamante compañía del Inmemorial. Cornetas y tambores sonaban en los altavoces colgados de las encinas y de pronto la música dio un salto en su memoria porque ahora vertían la marcha de Los voluntarios, que le recordaba la que sonaba al final de cada película en el cine del pueblo cuando era niño. Al marcar el paso sintió que se le henchía el corazón porque de pronto le vino a la mente aquel bocadillo de atún en escabeche con el que cada mañana saludaba a la bandera de España.

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