Nada más triste que escribir el epitafio de un amigo. Hace muchos años que lo éramos y durante varias décadas nos hemos ido viendo con una frecuencia que solo empezó a menguar cuando la edad decidió que el principal obstáculo para hacer algo fuéramos nosotros mismos. Nuestros encuentros tenían poco de académico: comer, beber, comentar la actualidad, criticar al prójimo y contar chistes. Cuando a regañadientes y con la máxima displicencia tenía que dejar su refugio de Sant Cugat y bajar a Barcelona, si no comíamos juntos, venía luego a casa a echarse una siesta.
A veces hablábamos de libros, claro está, y ahí era yo quien salía ganando: con el profesor Rico siempre se aprendía algo. Lo que quiero decir es que apreciaba sobre todo su afecto y su sentido del humor. Las últimas veces que nos vimos estaba en baja forma. Pero como hablaba de sus achaques con el tono brusco y un punto impertinente con que siempre se enfrentó a las contrariedades y, en general, a quien le llevaba la contraria, no me lo tomé demasiado en serio.
También esta vez él llevaba la razón. Quienes no tuvieron la suerte de tenerle como amigo lo recordarán como lo que fue: un gran investigador, un autor de libros importantes y un extraordinario maestro. Dedicó su vida a la literatura española del Siglo de Oro y consiguió encarnar sus prototipos: fue un hidalgo, un pícaro y un poeta.
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