El vetusto recital pianístico clásico apenas ha cambiado desde que el legendario Arthur Rubinstein se comparase, en tono irónico, con un empleado de pompas fúnebres manipulando un instrumento parecido a un ataúd. Un formato de soliloquio ideado por Liszt, en 1840, a partir de los monólogos teatrales y las veladas de poesía. Él mismo determinó la colocación del piano que vemos hoy y diseñó programas similares a los actuales. Itinerarios de escucha que pretendían provocar el frenesí del público con una cuidada combinación de virtuosismo y musicalidad. Daniil Trifonov demostró, el jueves 30 de noviembre, en el Auditorio Nacional, que el recital pianístico mantiene el mismo poder y vigencia del pasado.
El pianista ruso (Nizhni Nóvgorov, 32 años) regresaba por tercera vez al ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo con un nuevo reto musical. Si en 2017 conectó el intimismo y la pirotecnia de Schumann con Shostakóvich y Stravinski, y en 2021 reinventó el último Bach con una impresionante versión de El arte de la fuga, ahora se enfrentaba al opus maximum de Beethoven: la Hammerklavier. Pero precedió la sonata más larga y compleja del compositor de Bonn con una hora larga de obras de Rameau, Mozart y Mendelssohn. Un programa sin claros nexos conceptuales, pero plagado de momentos musicales para el recuerdo.
Trifonov empezó provocando. Está claro que cuando Jean Philippe Rameau publicó su tercera colección de suites para clavecín, en 1727, explicitó en el prefacio que “era mejor pecar por exceso de lentitud que por exceso de velocidad”. Pero la extrema dilación del pianista ruso privó a la alemanda, que abre la Suite en la menor RCT 5, de su condición de danza y la convirtió en una intimista meditación plagada de hipnóticos adornos. La courante sonó fluida pero no majestuosa y la zarabanda fue un curioso soufflé. Por fin, en Les trois mains encontró algo de esa chispa que recuerda a Scarlatti con recurrentes cruces de manos. Tampoco acertó con Fanfarinette que nada tuvo de jiga, pero sí en La triomphante que sonó con audacia. Y fue en la gavota final con sus seis dobles donde comprendimos el concepto expansivo que aplica Trifonov a esta música.
Con Wolfgang Amadeus Mozart, el recital subió en interés y musicalidad. Su versión de la Sonata núm. 12 en fa mayor K. 332 fue idealmente operística, en el allegro inicial, con esa tendencia al reprís en modo menor. Pero se elevó hasta la conmoción en el adagio central. Trifonov optó por detener el tiempo y paladear cada cantilena. Incluso tomó la sabia decisión de tocar la versión adornada, que Mozart publicó en Artaria en 1784, y que difiere notablemente del austero autógrafo de la obra. Esos recargados embellecimientos y cascadas de notas añadidas a su edición quizá nos confirmen que lo escrito por Mozart, en sus movimientos lentos, debía completarse con adiciones personales improvisadas por los intérpretes. La obra concluyó con una magnífica versión del allegro assai plagada de chispa musical y deslumbrante virtuosismo.
Antes del descanso, Trifonov abordó con febril fluidez narrativa las Variations sérieuses op. 54, de Felix Mendelssohn. La obra tiene un curioso vínculo con la referida creación del recital pianístico, pues si Liszt pretendía financiar con sus actuaciones la construcción de un monumento a Beethoven en Bonn, Mendelssohn contribuyó a esa causa con la publicación de estas variaciones, en 1842. El pianista ruso volvió a mostrar su capacidad para la expansión con otra interpretación para el recuerdo. Un itinerario hipnótico desde la severa enunciación del tema, con toda su carga de patetismo, hasta la apoteosis virtuosística de la variación 17 con su coda final, pasando por un rosario de breves mutaciones perfectamente hilvanadas como un magistral relato. A destacar la variación 14, la única en modo mayor, donde el pianista volvió a parar el reloj para envolvernos en un ambiente idílico.
Pero tras varios puertos importantes, faltaba el ascenso al Everest de la Hammerklavier. Trifonov salió lanzado hacia el teclado y arrancó con brío los acordes iniciales de la obra, donde Beethoven transcribe el coro Vivat, vivat Rudolphus incluido en una cantata inacabada para la onomástica de su mecenas, el archiduque Rodolfo. Prosiguió un engarce ideal de cada tema con su elemento contrastante, como esas corcheas en el registro agudo del instrumento que el pianista Edwin Fischer bautizó como “guirnaldas angélicas”. La versión fue también admirable en los detalles, como en sus exquisitas flexiones del tempo, la nitidez de articulación de cada trino o la precisión de las dinámicas con algunos fp sobrecogedores.
El breve scherzo funcionó perfectamente cohesionado a pesar de su excesiva fragmentación. Trifonov supo integrar los pasajes más fantasmales, como ese prestissimo con un ascenso por las seis octavas del teclado que desemboca en un trémolo aterrador. Pero lo mejor de la noche fue el adagio, una de las páginas más bellas, profundas y elaboradas de Beethoven. El pianista ruso supo plasmar la desolación que emana de su primer tema, pero convirtió en algo absolutamente inolvidable el binomio de temas secundarios, indicado con grand espressione en la partitura, y donde esa desolación pasa al plano humano y al místico.
Después de la magistral introspección del movimiento lento, faltaba el tour de force del movimiento final. Beethoven redacta aquí una de sus fugas más complejas que Trifonov convirtió en toda una experiencia musical con sus múltiples desplazamientos, inversiones, estallidos, choques y disonancias. Impresionante fue, especialmente, la parte final donde detiene la música para enunciar una segunda fuga. Y escuchamos cómo, poco después, se combina con la precedente en un éxtasis que se acerca a la enajenación musical.
Trifonov terminó visiblemente agotado. No obstante, fue muy generoso con un público especialmente ruidoso que había destrozado muchos momentos maravillosos de su recital. Tocó tres propinas que fueron, en realidad, tres homenajes. El primero lo dedicó al pianista de jazz Art Tatum, con su versión del popular tema I Cover the Waterfront, de Johnny Green, que funcionó como sorprendente antídoto al ambiente que nos había dejado el final de la sonata de Beethoven. Siguió rindiendo pleitesía a su héroe pianístico, Vladímir Sofronitski, con una versión exquisita del andante de la Sonata para piano núm. 3, de Scriabin. Y terminó recordando a Alicia de Larrocha, a cuyo centenario estaba dedicado el recital, con el vaporoso y evocador epílogo que cierra las Variaciones sobre un tema de Chopin, de Federico Mompou.
Grandes Intérpretes
Obras de Rameau, Mozart, Mendelssohn y Beethoven. Daniil Trifonov, piano. XXIX Ciclo de Grandes Intérpretes 2023/2024 de la Fundación Scherzo. Auditorio Nacional de Madrid, 30 de noviembre.
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