A sus 16 años, Carmen ya se ha intentado quitar la vida varias veces. Pero su madre nunca la había visto autolesionarse tanto como aquel día de enero: “Estaba llena de cortes, por los brazos, el costado, la tripa”. No era la primera vez que acudían a urgencias por sus problemas de salud mental. Tampoco sería la primera que acabaría ingresada. Pero en esta ocasión hicieron falta cuatro días para encontrar una plaza en una unidad especializada en Madrid. Cuatro días en boxes de urgencias, en camas que no están preparadas para estos problemas, con profesionales que no suelen tratar a chicas de su edad, sin un psiquiatra que le hiciera el seguimiento continuado de su caso, sino relatándolo una y otra vez al que estuviera de guardia en cada momento. Unos días que no hicieron más que empeorar la situación y sembrar una sensación de abandono. “No le importo a nadie”, le llegó a decir a su madre en este proceso.
Después de esos cuatro días, el 26 de enero, y a falta de plazas libres en la sanidad pública, derivaron a Carmen (nombre inventado para preservar su intimidad) a la clínica privada Nuestra Señora de la Paz, donde sigue ingresada en tratamiento. Su caso ejemplifica bien la falta de preparación del sistema para afrontar los crecientes problemas de salud mental entre los adolescentes: si bien las cifras de suicidio no suponen una anomalía con respecto a la serie histórica del INE (75 jóvenes de entre 15 y 19 años se quitaron la vida en 2022), los intentos autolíticos se han multiplicado en los últimos años ―especialmente, desde la pandemia―, como muestran diversas pruebas, directas e indirectas, como las atenciones en los teléfonos especializados. Las infraestructuras y el número profesionales para atenderlos, aunque en algunas autonomías han mejorado, se siguen quedando muy cortos.
EL PAÍS ha consultado a todas las comunidades cuántas camas hospitalarias de salud mental infantojuvenil tienen y cuál es su grado de ocupación. Pocas han contestado, pero todas las que lo han hecho coinciden en que estas plazas suelen tener un alto grado de ocupación, muy a menudo, del 100%. Madrid, donde vive Carmen, es una de las que no ha respondido, pero sí lo ha hecho el Hospital Gregorio Marañón, donde está una de estas plantas. Confirma que no suele haber camas disponibles por la enorme subida de la demanda en los últimos años. Eso, pese a que la Comunidad ha abierto varias unidades desde la pandemia. Pero se siguen llenando. Esto quiere decir que si algún adolescente, como Carmen, necesita un ingreso, tiene que esperar; aunque su caso sea urgente, aunque los propios médicos consideren que es necesario.
“Sabes que tu hija quiere quitarse la vida y te tienen horas esperando en urgencias de adultos porque consideran que a los 16 años ya no le corresponden las pediátricas. Con un cocainómano desquiciado, con un hombre con una erección haciéndole gestos, con personas muy enfermas tosiendo… que no hacían más que estresar a la niña”, relata su madre, que también prefiere preservar el anonimato.
Los informes médicos que ha podido cotejar este diario muestran el periplo de la adolescente. Comenzó el 22 de enero, cuando fueron a Nuestra Señora de la Paz, donde casualmente acabó internada. Allí estuvo hace un año durante dos semanas porque la familia tiene un seguro privado que lo cubre, así que fue el primer recurso al que acudieron, escarmentadas de anteriores experiencias en urgencias. Pero no tenían plaza libre, así que peregrinaron hasta el hospital más cercano a su casa, La Paz, este público y sin nada que ver con el anterior, pese a la similitud del nombre.
Intentaron ir por pediatría, pero la derivaron a las urgencias de adultos. Portavoces del hospital explican que es el protocolo a partir de los 16 años. Esta era la escena que describía antes su madre, quien decidió llevársela a casa para no prolongar esa situación y, de ahí, ir al hospital Niño Jesús, el principal centro pediátrico de Madrid.
“No me veo futuro, quiero morirme”, le dijo allí a la doctora que la atendió, según reza el parte médico. Tampoco pudieron ingresarla y le propusieron llevarla de vuelta a La Paz, su hospital de referencia, pero su madre les contó su mala experiencia y accedieron a mantenerla en urgencias hasta que hubiera una plaza libre en la unidad de salud mental infantojuvenil del Gregorio Marañón, que era lo que realmente le hubiera correspondido de haber camas libres.
Las urgencias del Niño Jesús, sin ser el lugar ideal para este caso, “no tenían nada que ver” con el ambiente “hostil” de La Paz, cuenta la madre de Carmen. Allí estuvo en observación durante 48 horas con la indicación de activar un “protocolo de riesgo autolesivo” y con “acompañamiento continuo”, que necesariamente era el de su propia madre.
La diferencia entre una plaza en una unidad especializada en salud mental infantojuvenil y otra que no lo esté, o en una cama de urgencias, es enorme. Las primeras tienen profesionales especializados en estas patologías, turnos de enfermería las 24 horas, y todo allí está pensado para proteger al menor de sus ideas autolíticas, que son, junto a los trastornos alimentarios, el principal motivo de ingreso.
El aumento de la demanda está llevando a algunas comunidades a abrir nuevas plazas. Andalucía, por ejemplo, ha incrementado el número de camas en un 66% en un año, hasta las 40, y están prácticamente todas ocupadas, según informa la Junta. También han ampliado en un porcentaje similar en Asturias, hasta las ocho, lo que ha permitido aliviar la situación. Son las mismas que tiene Murcia, con planes de aumentar esta cifra.
“Matar moscas a cañonazos”
Pese a ser un recurso necesario en última instancia, el aumento de camas no es la solución, en opinión de Celso Arango, director del Instituto de Psiquiatría y Salud Mental y jefe de servicio de psiquiatría del niño y del adolescente del Gregorio Marañón. “Es matar moscas a cañonazos: hay que invertir antes, porque todos esos ingresos se podrían haber evitado con mejor prevención y promoción”. “Vale que eso requiere un largo plazo, pero sí puede haber ya programas intermedios: muchos ingresos se producen porque no hay suficientes plazas de hospitales de día; reforcémoslos, hagamos acompañamiento terapéutico, reforcemos la atención y los recursos en los colegios, que es donde se suelen identificar tempranamente estas conductas”, reclama Arango. Según su punto de vista, es más grave esperar durante meses para un centro de día que atienda al adolescente en tiempo y forma, que aguardar una semana para una cama, cuando la ayuda ya ha llegado tarde.
Esta falta de recursos tempranos también la ha vivido Carmen, que va a una psicóloga privada porque en la pública se demoraban meses de una cita a otra y no era suficiente para llevar su caso. “Cuesta 80 euros la hora, y yo por suerte pago 40 por ser familiar de un trabajador. Pero para mi economía eso ya es mucho”, explica su madre, que se divorció hace años del padre de la niña. En su casa son ellas dos y un perrito.
Cuando pasó 48 horas en el Niño Jesús, a Carmen le habilitaron una cama en La Paz. Ya no era urgencias, pero seguía sin ser una unidad especializada. “Es algo que improvisaron. Pero, por primera vez, la trataron con cariño y dignidad”, cuenta su madre. “Una enfermera se acercó y le dijo: ‘Yo no he tratado nunca con niños con problemas de salud mental. No, no sé como hacerlo y te pido que tú me ayudes, que me digas cómo puedo ayudarte’. Fue la primera vez que mi hija se sintió bien atendida”, continúa.
Ambas, madre e hija, pasaron la noche en aquella habitación habilitada para Carmen. Al día siguiente se había quedado una plaza libre en Nuestra Señora de la Paz, el primer lugar donde acudieron, donde la derivaron desde la pública, sin que tuviera en esta ocasión nada que ver el seguro privado de la familia. Ingresó el viernes 26 por la tarde.
Allí ha estado en tratamiento hasta ahora. Este mismo fin de semana lo ha podido pasar en casa, y si todo sale según lo previsto, le darán el alta hoy mismo [por el lunes]. “Creo que el psiquiatra que la trata está dando en la clave. Está muy contenta, muy cariñosa y con ganas de salir del bache”, dice la madre.
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