Si hay un alimento fundamental que ha acompañado a la humanidad desde hace miles de años, ese es el pan. Antes, incluso, de que se domesticara el cultivo de cereales, ya hay indicios de su existencia para la ingesta humana. Concretamente, se han encontrado migas de hace unos 14.000 millones en el nordeste de Jordania y, aunque los científicos sospechan que, en esos tiempos, era un producto de consumo ocasional, desde entonces su ingesta no ha parado de crecer a lo largo de la historia. Solo recientemente, en las últimas décadas, el pan ha comenzado a perder su papel capital en la dieta, acusado, entre otras cosas, de poco saludable y de que ayuda a engordar. Algunos expertos consultados matizan que hay panes y panes, y según cuál se tenga delante, puede jugar un rol diferente en la salud. Los panaderos insisten en que se trata de una comida sana y digestiva si, en lugar de un pan rápido, de bajo coste y muy industrializado, se opta por un preparado lento, con cereal integral y de masa madre de cultivo. Y sea como fuere, tampoco engorda tanto como se le achaca, avisan los nutricionistas.
En el obrador de Daniel Jordà, el olor a pan recién horneado atraviesa el local de punta a punta. Amarrado a un mandil enharinado, lleva amasando desde las dos de la madrugada para servir en su panadería de Barcelona, Panes Creativos, 15 variedades distintas. “Nací en un horno. Soy la tercera generación de panaderos”, explica. El artesano aboga por “diferenciarse con la calidad” del producto. ¿Y cómo saber cuál es un buen pan? Jordà responde: “Cuando vaya a un sitio que huela a pan, eso es significativo de que hacen bien las cosas. Y los panes, que no tengan tanto volumen: hay que sacrificar la belleza por la calidad”.
Según el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, en 2022, los españoles consumieron 1,3 millones de kilos de pan (casi 28 kilos per cápita), pero esta cifra lleva décadas en retroceso: en 1964 el consumo anual por habitante era de 92,5 kilos; en 1976, algo más de 76; y en 2008, eran 47 kilos. Ángeles Carbajal, profesora de Nutrición de la Universidad Complutense de Madrid, exponía en un análisis en 2016 que, en los años sesenta, se tenía “una de las mejores dietas”, pero desde entonces “se han producido cambios desfavorables que han tenido repercusiones muy negativas para la salud”. “El consumo de alimentos de origen vegetal y especialmente de cereales y pan se ha reducido considerablemente. Esta disminución ha sido a costa del aumento de otros alimentos más procesados y ricos en grasa, grasa saturada, colesterol, sodio, azúcares sencillos y con mayor aporte calórico y menor densidad de nutrientes y que han contribuido al deterioro de la calidad nutricional de la dieta”. Sobre la causa, la investigadora cita otro artículo que alerta del “consejo dietético” de algunos especialistas que, “ante la intención del adelgazamiento que propone un paciente, el axioma inmediato es: ‘No coma usted pan”. “No deja de ser un mito más considerar al pan como culpable exclusivo del incremento de peso. Pero es que, por añadidura, dejar al ser humano sin pan, es privarle de uno de los recursos y alimentos que le han sostenido y acompañado a lo largo de su vida e historia”, apunta esa reflexión publicada en la revista Alimentación, Nutrición y Salud, del Instituto Danone, en 2010.
Carmen Vidal, catedrática de Nutrición y Bromatología de la Universidad de Barcelona (UB), incide en esta línea y asegura que hay “una percepción dimensionada de las calorías” que acompañan al pan: “Se ha asociado a un producto con muchas calorías cuando no es así: tiene más calorías lo que va dentro del pan que el pan en sí”. La investigadora recuerda, además, que en los últimos años, “para intentar bajar el aporte de sal al organismo, se ha bajado el contenido de sal en las harinas que se emplean para hacer pan”.
En alimentación, los matices son clave, apunta Jordi Salas-Salvadó, catedrático de Nutrición de la Universidad Rovira i Virgili e investigador principal del Centro de Investigación Biomédica en Red (CIBER) de Fisiopatología de la Obesidad y Nutrición: “Los estudios epidemiológicos que intentan mirar la relación entre el consumo de pan y el peso corporal, suelen ver que las personas que consumen más frecuentemente pan, tienen más riesgo de obesidad, diabetes y aumento de peso. El problema está en que esos estudios se hacen con el pan actual, que no es lo mismo que el tradicional, con masa madre y fermentación larga: el pan tiene un índice glucémico alto, pero el artesanal tienen más proceso de fermentación y eso hace que el índice glucémico sea más bajo”.
De hecho, en una revisión científica de 2013 a propósito del vínculo entre el consumo de pan y la pérdida de peso, investigadores de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria concluyeron que “reducir el consumo de pan blanco, pero no de pan integral, dentro de un patrón alimentario de estilo mediterráneo se asocia con menores aumentos de peso y grasa abdominal”. “Parece que la diferente composición entre el pan integral y el pan blanco varía en su efecto sobre el peso corporal y la grasa abdominal”, apuntaron los autores. Salas-Salvadó insiste: “El gran mensaje no es dejar de comer pan, sino tomar pan integral”.
El panadero Jorge Pastor, experto en innovación e investigación en panadería y expresidente del Club Richemont Internacional, un grupo sectorial que promueve panes de calidad, es tajante sobre el vínculo del pan con el aumento de peso: “Dejamos de comer pan, pero la obesidad se ha disparado. Este alimento no es el responsable de la obesidad. Los alimentos reemplazables del pan no son mejores, son peores”. Salas-Salvadó recuerda que la obesidad es “multifactorial”, donde se conjuran factores de la dieta con sedentarismo, calidad del sueño y la exposición a disruptores endocrinos: “No se puede explicar por el pan. El arroz blanco, las patatas y el pan blanco son alimentos de alto contenido glucémico, pero no quiere decir que sean malos, depende de cuánto los consumes y si los consumes solos. Al final, lo que comemos es una dieta con múltiples alimentos. Es difícil aislar uno de ellos del resto”, apunta.
Alimento fundamental
A ojos de los especialistas, el pan es clave en la alimentación. “Es un alimento fundamental. Nadie puede pensar que un alimento tan esencial no sea bueno, apto para el consumo y de fácil digestibilidad”, defiende Pastor. En la misma línea, Rosa del Campo, microbióloga del Hospital Ramón y Cajal de Madrid coincide en que el pan “toda la vida ha estado ligado al ser humano y es parte de la dieta”. Sin embargo, la científica, que ha estudiado el impacto del pan en ese ecosistema de microbios que puebla el intestino alerta de que “los panes industriales llevan emulgentes que matan muchas bacterias del microbioma intestinal”. Hay muchos tipos de panes y hay que hilar fino al definir cuál es el más saludable, apuntan estos especialistas.
Para desgranar el papel del pan en la dieta y su impacto en la salud, algunos de los expertos consultados proponen comenzar por desmenuzar qué clase de pan come la ciudadanía. Pastor avanza que, “el 95% del pan que se come es de trigo panificable”. Esto es, “trigo de baja extracción, refinados, harinas a las que se les ha sacado la corteza, que es lo más valioso del trigo”, explica. “Comemos casi exclusivamente trigo de baja extracción y esto jamás había sido así. En el campo hay más de 9.500 variedades diferentes de cereales y semillas panificables, pero lo alucinante es que, aunque la fuente de ingredientes ha sido infinitamente variable, solo comemos un tipo. La biodiversidad en el alimento del pan no existe”, reflexiona.
En la práctica, pues, se emplea casi siempre el mismo tipo de trigo para la elaboración de pan y, además, el proceso de fabricación del alimento ha ido mutando hasta perder, en muchos casos, procedimientos esenciales para lograr un alimento de calidad, avisan los expertos. Tradicionalmente, el pan que ha acompañado a la historia humana se hacía combinando agua y harina de algún cereal (trigo, por ejemplo), una mezcla que se sometía a una fermentación espontánea acidificante para hacer crecer ahí de forma natural bacterias lácticas y levaduras. Sin embargo, este proceso clásico fue perdiendo peso tras la aparición de levaduras industriales y técnicas para acelerar los procesos.
Pastor diferencia entre “panes lentos”, hechos con masa madre de cultivo, sin levaduras y con un proceso de fermentación de unas 24 horas; y “panes rápidos”, más baratos y que emplean levaduras industriales para acelerar el proceso de fabricación. Optar por una u otra forma de elaborar el pan, desencadena dos caminos nutricionales y de salud completamente diferentes, asegura. “El pan rápido es lo que seguimos consumiendo en España: un pan de bajo coste, muy industrializado, poco personal. Un pan de dos horas, muy rápido, que no tiene actividad bacteriana ni masa madre [esa mezcla de agua y harina ya fermentada de forma natural]. Para hacer panes que aguanten estos procesos, el estrés de la máquina, necesitas harinas con mucho gluten. Comemos pan rápido con alto contenido en gluten y el gluten es altamente indigesto para un porcentaje de la población”, relata.
En cambio, un “pan lento”, no necesita harinas con contenidos proteicos tan altos. “En vez de usar harinas con el 15% de proteínas de gluten, se pueden usar harinas del 8%. Hacer un pan con masa madre de cultivo es un proceso lento, con presencia alta de bacterias lácticas, donde la masa madre reduce azúcares y elimina las partes indigestas. Y eso se acerca más al concepto de un pan saludable”, expone el experto.
Potencial impacto en el microbioma
Un estudio con ratones en el que participaron del Campo y Pastor comparó el impacto de un pan “industrial”, con harina de trigo y un proceso de fermentación de dos horas, frente a un pan “celta”, con una composición de harina de cinco cereales y cinco tipos de grano y un día entero de fermentación. La investigación reveló que el pan industrial “provoca cambios significativos en el microbioma intestinal de los ratones”. “Las propiedades saludables del pan parecen depender de sus ingredientes y del proceso de fabricación”, concluyeron.
En la misma línea, un estudio piloto probó el potencial prebiótico del pan con una treintena de pacientes que estaban en remisión de su colitis ulcerosa, una enfermedad que causa inflamación y úlceras en la membrana que recubre el recto y el colon. La investigación comparó el impacto entre panes horneados de forma tradicional con aquellos fabricados con procedimientos modernos y constató que la elaboración tradicional de pan “tiene un potencial efecto prebiótico” que mejora la salud intestinal.
Del Campo incide en que el pan lento “está prefermentado por los microorganismos y es más fácil para la digestión”. Pero los cambios en la salud, de haberlos, son sutiles. “Esto no es una apendicitis. No te vas a comer el pan y desmayarte. Pero la gente ya suele tener el microbioma más débil, más empobrecido y no digiere bien el gluten y les produce inflamación. Entonces, como el microbioma está debilitado, al comer ese pan, lo debilitamos más y eso es un problema”, asegura.
Vidal, sin embargo, mantiene sus recelos sobre el eventual impacto que pueden tener para la salud los diversos tipos de panes. No cree, de hecho, que el proceso de elaboración o la materia prima marquen una gran diferencia en la salud. “Desde la perspectiva de salud, que sea elaborado de una forma u otra no influye mucho. Los componentes son los mismos. Se ha cuestionado un poco el pan blanco y la harina refinada y sí, es mejor el integral, pero eso no quiere decir que la harina refinada sea mala”, conviene la catedrática de la UB.
En este sentido, pide también cautela con la interpretación de las investigaciones que encuentran un vínculo con el microbioma intestinal: “La masa madre sirve para mejorar el sabor, pero encontrar diferencias en la salud en el microbioma, que es tan complejo, me parece que es forzar un poco la máquina”, zanja.
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