Si hay un estilo pictórico influenciado por el método científico, ese estilo es el impresionismo. Pero vayamos por partes, o mejor, por instantes. Porque en un primer instante, el término pictórico “impresionismo” nació para resignificarse, es decir, para llevar la contraria a un artículo burlón escrito por el crítico Louis Leroy en abril de 1874 en el periódico satírico Le Charivari, y titulado: La exhibición de los impresionistas. Se trataba de una pieza burlona en la que se ridiculizaba la exposición que tuvo lugar en el salón de artistas independientes de París, donde, entre otras tantas obras, destacaba el cuadro de Claude Monet titulado Impresión, sol naciente.
Dando la vuelta al significado del término acuñado por Leroy, el impresionismo pasó a definir un estilo pictórico donde se experimentaba con la vibración de la luz sobre los cuerpos a base de pinceladas discontinuas; una técnica que, tiempo después, ya en el siglo XX, se denominaría “pincelada gestáltica”, aludiendo a la psicología de la Gestalt, corriente de la psicología moderna nacida para demostrar científicamente que “el todo es más que la suma de sus partes”, lo que aplicado al arte pictórico impresionista viene a demostrar que las manchas de colores, dispersas en apariencia, son percibidas por nuestro cerebro de una manera unitaria. De esta forma, la pintura de los impresionistas, con sus trazos cortos y de aspecto agotado, abrirían la puerta al puntillismo, una técnica pictórica trabajada a base de puntos que, contemplados a cierta distancia, definen cuerpos y paisajes.
Con todo, el impresionismo no hubiera existido sin el instante preciso que llevó al norteamericano John Goffe Rand a inventar el tubo de estaño con tapón de rosca, lo que revolucionó el mundo de la pintura y afianzó la corriente impresionista. John Goffe Rand lo patentó en 1841 y, hasta entonces, si un pintor salía con sus bártulos a pintar al aire libre, cargaba sus pigmentos en vejigas de cerdo. Por eso, el hecho de conservar la pintura en tubos que mantuvieran vivos los colores hasta que se terminasen fue un estímulo para pintores como Monet, el artista que dio nombre a un estilo sin proponérselo; un buen día salió de su estudio dispuesto a captar la luz que se reflejaba en las aguas del puerto de Le Havre mientras amanecía sobre los barcos. Lo demás es cosa del azar y de la mala baba de un pintor metido a crítico pictórico.
Pero si hay una figura científica que contribuyó al estudio de los colores y de su percepción, esa figura fue la del físico Hermann von Helmholtz (1821-1894) quien publicó un trabajo esencial para los pintores impresionistas titulado: Manual de óptica fisiológica, donde afirmaba que el color es una percepción. De esta manera, un libro científico se convertiría en un libro de referencia artística durante la segunda mitad del siglo XIX.
Hermann von Helmholtz, con su descubrimiento óptico por el cual en nuestra retina solo combinamos tres colores —rojo, verde y azul—, demostró que los demás colores se originan en el cerebro. Esto supuso una nueva forma de aplicar los pigmentos; sobre todo a las sombras que dejaron de ser negras. Por estas cosas, el impresionismo pictórico se vio estrechamente ligado al campo científico. Fue un instante de Europa en el que la luz de la ciencia vino a alumbrar la pintura.
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