En las páginas del libro Polvo de estrellas (Thule Ediciones), la descomunal obra ilustrada en la que la autora sueca Hannah Arnesen reflexiona sobre el impacto del ser humano en el planeta Tierra, hay unas páginas en las que se recogen fragmentos de las respuestas de un grupo de estudiantes adolescentes a la pregunta “¿Qué echáis de menos en la vida a causa del cambio climático?”. Entre esas respuestas, hay dos que coinciden en señalar una misma problemática. “Oscuridad”, dice una. “Poder ver el firmamento. Donde yo vivo hay contaminación lumínica”, dice la otra.
La coincidencia no es casualidad. Según datos del informe The new world atlas of artificial night sky brightness, publicado por la revista Science en 2016, más del 80% de la población mundial y casi el 100% de la población estadounidense y europea vive bajo cielos contaminados por la luz. Eso provoca que la Vía Láctea quede oculta para seis de cada diez europeos y que en el 88% de la superficie terrestre de Europa se experimenten noches con contaminación lumínica.
“La contaminación lumínica es un problema ambiental creciente. Cada año, la superficie mundial iluminada y la intensidad de brillo artificial del cielo nocturno crece en torno a un 2,2%. Estamos ante una amenaza de alcance global que crece muy rápido”, reflexiona Alicia Pelegrina, investigadora del Instituto de Astrofísica de Andalucía (IAA). En 2021, el CSIC, a través de la Oficina de Calidad del Cielo del IAA, participó en un estudio que puso de manifiesto que la contaminación lumínica había crecido en torno a un 50% en los últimos 25 años.
Pelegrina, autora del ensayo La contaminación Lumínica (Los Libros de la Catarata), sostiene que esta amenaza, sin embargo, no se concibe como tal por la población, ya que tendemos a asociar la luz artificial nocturna con conceptos como progreso, riqueza, seguridad, belleza, diversión o bienestar. “Pero no nos engañemos, aunque la contaminación lumínica no se pueda tocar, no huela o no haga ruido, es contaminación en el sentido estricto de la palabra y supone una amenaza, no solo para las observaciones astronómicas o para el equilibrio de los ecosistemas. Aunque el conocimiento de los efectos de la contaminación lumínica en nuestra salud todavía es incipiente, parece claro que nuestra salud también está en peligro”, señala la experta.
A ese todavía incipiente cuerpo de investigación en el ámbito de los efectos de la contaminación lumínica para la salud, se sumó recientemente un estudio publicado en Stroke, la revista de la Sociedad Americana de Cardiología, que por primera vez relaciona una mayor exposición a la luz artificial, brillante y exterior nocturna (fuentes de luz fluorescentes, incandescentes y LED), con un mayor riesgo de accidente cerebrovascular. Para el estudio, los autores realizaron una revisión de más de 28.000 adultos de la ciudad china de Ningbo, de los que se evaluó la exposición a la luz nocturna residencial exterior mediante imágenes de satélite que mapeaban la contaminación lumínica. El resultado fue que las personas con niveles más altos de exposición a la luz exterior durante la noche tenían un riesgo 43% mayor de desarrollar enfermedad cerebrovascular en comparación con aquellas con niveles de exposición más bajos.
“Aunque tiene varias limitaciones, este estudio es novedoso, arroja luz sobre nuevos factores en el riesgo de sufrir un ictus y refuerza la evidencia ya existente sobre los contaminantes del aire en el riesgo de sufrir un accidente cerebrovascular”, opina Elena López-Cancio, secretaria del Grupo de Estudio de Enfermedades Cerebrovasculares de la Sociedad Española de Neurología (SEN).
Esta especialista señala que ya existen otros trabajos previos que han relacionado la exposición a la luz nocturna exterior con el riesgo de sufrir diabetes o hipertensión —así como su potencial efecto deletéreo en los ritmos circadianos y el descanso nocturno— y advierte de que “todos ellos son factores de riesgo conocidos de ictus”. Otros estudios recientes también han relacionado en los últimos años la contaminación lumínica con un mayor riesgo significativo de cáncer de mama, de próstata, colorrectal y de tiroides.
El reloj biológico y el sueño, los más afectados
La presencia de luz artificial durante la noche tiene, según Pelegrina, dos consecuencias directas e inmediatas en nuestro organismo: la alteración de nuestro reloj biológico y la supresión de la síntesis de melatonina, la hormona del sueño. La relación con ambos parece clara. Si nuestro reloj biológico se sincroniza fundamentalmente a través de la alternancia que se produce entre la luz natural y la oscuridad en un periodo de 24 horas, el hecho de una persona se exponga a una potente luz artificial durante la noche va a alterar inevitablemente su funcionamiento.
“Cuando esta sincronización no se produce, nuestros ciclos circadianos se alteran y nuestro organismo entra en caos”, señala la investigadora del Instituto de Astrofísica de Andalucía. Y ese caos, conocido como cronodisrupción, ha sido relacionado en varios estudios epidemiológicos con un aumento tanto de las alteraciones metabólicas y las enfermedades cardiovasculares como del riesgo de deterioro cognitivo, trastornos afectivos y envejecimiento acelerado.
Esa cronodisrupción, añade María Ángeles Bonmatí, investigadora del Centro de Investigación Biomédica en Red Fragilidad y Envejecimiento Saludable (CIBERFES) y miembro del grupo de trabajo de Cronobiología de la Sociedad Española de Sueño (SES), también afecta a la síntesis de melatonina, la hormona que nos conduce al sueño. “Una luz muy potente le indicará a nuestro cerebro que aún es de día y que todavía no es hora de dormir. Y como en fisiología todo está interrelacionado, dormir menos de lo que nuestro organismo necesita conlleva alteraciones en la salud que pueden conducir a enfermedades graves”, explica la científica, autora del libro Que nada te quite el sueño (Editorial Crítica).
Pero la melatonina, añade Alicia Pelegrina, cumple otras muchas funciones, además de facilitar el sueño. “Es un importante agente antioxidante e inhibe el crecimiento de células cancerígenas, disminuyendo el riesgo de aparición de tumores”, destaca la experta, que señala que el poder antioxidante de esta hormona es fundamental para frenar a los radicales libres que dañan a las macromoléculas —lípidos, proteínas, hidratos de carbono y ácidos nucleicos—. Así, estos pueden alterar procesos celulares claves como la funcionalidad de las membranas, la producción de enzimas, la respiración celular, etc., favoreciendo el desarrollo de enfermedades como la arterioesclerosis —uno de los factores desencadenantes de un ictus—, el envejecimiento prematuro, la hipertensión arterial y la demencia senil, entre otras.
“La melatonina solo se segrega durante la noche, ya que requiere de condiciones de oscuridad. Teniendo en cuenta las funciones claves de esta hormona en nuestro organismo, podemos decir que la luz artificial es un agente contaminante muy peligroso para nuestra salud”, argumenta Pelegrina.
Corregir la sobreiluminación de las ciudades
A pesar de los importantes avances en la reducción de los factores de riesgo cardiovascular tradicionales, como el tabaquismo, la obesidad y la diabetes tipo 2, “es importante tener en cuenta los factores ambientales como la contaminación lumínica y del aire en nuestros esfuerzos por disminuir la carga global de enfermedades cardiovasculares, particularmente en las áreas más densamente pobladas y contaminadas del mundo”, señaló recientemente Jian-Bing Wang, investigador de la Universidad de Zhejiang (China), en declaraciones a la revista de la Asociación Americana de Cardiología.
Su opinión la comparte María Ángeles Bonmatí, quien aunque reconoce que no se puede afirmar con rotundidad que la contaminación lumínica de las ciudades sea un factor relevante —o el más relevante— en el sueño insuficiente de los ciudadanos, considera que “hay razones de sobra” para reducir los niveles de contaminación lumínica en las ciudades. “Hoy en día las ciudades están sobreiluminadas, no solo como consecuencia del alumbrado público, sino también, cada vez más, por la instalación de pantallas publicitarias luminosas y otras fuentes de luz innecesarias desde el punto de vista de la habitabilidad de una ciudad”, defiende la investigadora, que considera que sería adecuado realizar una planificación del alumbrado público a partir de las necesidades reales de iluminación y “concienciar a la población sobre los posibles efectos nocivos de esa sobreiluminación”.
También en este último sentido se pronuncia Alicia Pelegrina, que apunta que el primer paso para reducir la contaminación lumínica —y su impacto sobre la salud— pasa por conseguir que la población sea consciente de su existencia. “La contaminación lumínica se produce a partir de un mal uso de la luz artificial, así que las soluciones pasan por revisar nuestra forma de utilizarla”, añade la experta, que recomienda iluminar mejor y de una forma más sostenible, evitar la emisión de luz de forma directa al cielo o limitar los horarios de iluminación en espacios públicos. Por último, incide en utilizar lámparas con rangos espectrales visibles al ojo humano y evitar aquellas de color blanco, “ya que son las más peligrosas para nuestra salud y para los ecosistemas, y las que más se dispersan en la atmósfera ocultando las estrellas y dificultando la actividad astronómica”.
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