viernes, octubre 4

Manuel Alejandro sobre Rosalía: la más grande | Cultura

Cuando en los años cincuenta, en el viejo caserón de San Bernardo, radicaba el Real Conservatorio de Música de Madrid, milité en la disciplina de Composición de don Julio Gómez, que junto a Conrado del Campo o Beigbeder, mi padre, pertenecía a la llamada Generación de los Maestros; y como alumno compartí pupitre con García Abril o Bernaola, que con el tiempo fueron pilares de la culta música española; disfrutamos en las clases de folclore de la sabiduría del profesor García Matos, donde supimos de la riqueza del cancionero popular español. En tal materia recibí doble dosis sobre el cante flamenco, pues ya venía de Jerez impregnado desde niño de sus palos, que sin necesidad de ir al teatro o prender la radio, única posibilidad en aquella época, tenía en la madrugada, bajo los miradores de mi misma casa, a cincuenta metros de la Quinta Avenida del cante jondo, la calle Nueva, los gitanos más genuinos cantando tarantos, paterneras, deblas o seguidillas, con sus broncas voces de tabaco y vino.

Eso sí, desde la mañana hasta bien entrada la noche, el único cante que se oía por la casa era el que desgranaba el violín de mi hermano José María con su Paganini o su Sarasate; o el que desprendía el piano que de mi padre aprendí, con mi Bach, mi Chopin, mi Schuman o mi Brahms.

—Papá, ¿por qué puedo cantar o tararear cualquiera de estas obras que estudio y no puedo ni emular dos compases de ese cante flamenco que cada noche me araña el alma…?

—Cuestión de sangre, de estirpe, de raza; ahí tienes al gallo y al jilguero o a la alondra, virtuosos de sus cantes sin pasar por conservatorio alguno…

Manuel Alejandro, en su casa de Madrid en 2020.
Manuel Alejandro, en su casa de Madrid en 2020.© Luis Sevillano/El Pais (EL PAÍS)

De aquellas clases de Composición deserté por una fractura del codo derecho que desde los 16 años arrastraba y me fue alejando de volar por el piano, tan principal para parir las grandes composiciones; pero no tanto como para terminar escribiendo bulerías o cualquier palo del flamenco que desde niño ni pude tararear; como he leído en más de un artículo de opinión con ocasión de la magnífica versión que ha hecho Rosalía de mi canción Se nos rompió el amor, en la que, precisamente, no le aprecié giro flamenco alguno, salvo un elegante y atractivo movimiento de hombros que nos enamoró, y algún dejillo al cambiar “quejido” por un “quejío” tan flamenco o andaluz, que nos rompió no el amor sino el alma.

Y por supuesto, muy flamenca, pero exquisita, fue la puesta en escena, donde otros grandes artistas plásticos nos diseñaron un escenario increíble, donde bajo unas sábanas blancas que figuraban cuevas gitanas sacromontanas se cobijaban tocaores que acariciaban con arcos de violonchelos sus guitarras; y palmeros que cuando irrumpieron acabaron con el surrealista y espectacular cuadro que arrancó el bramido general del público. Había triunfado apoteósicamente la joven diva Rosalía y su genial equipo; pero no “con una bulería”, sino “por bulería”; al ritmo de la bulería, pues la melodía, la letra y las armonías centroeuropeas de Se nos rompió el amor seguían impávidas e intactas, y tal cual las escribí en 1985 para aquella maravillosa voz y sin par artista que fue Rocío Jurado; y que tampoco le aportó nunca ningún giro ni intención flamenca a la canción. Otra cosa bien distinta era que a continuación de Se nos rompió el amor cantara Un clavel o La Lola se va a los puertos… o que Jerez me haya dedicado el álbum Así cantan por flamenco a Manuel Alejandro… o que a José Mercé le diera un buen día por meter por bulerías la Quinta Sinfonía de Beethoven… que podría ser y que quedaría mucho más flamenca que Se nos rompió el amor.

No nos confundamos. Rosalía, en los Grammy que se celebraron en Sevilla, se olvidó de sus tan diferentes y exitosas incursiones por cualquier estilo pasado o por pasar, y se hizo señora de la canción pop en esencia y en presencia; se convirtió en mimo solitario y desvalido; nos cantó estática desde sus entrañas; desde su sensibilidad también rota; desde su arte de cristal, frágil, transparente; y en escena demostró que ahora era “la más grande”.

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