Laurent Cantet siempre entendió que el cine tenía un límite, y ese límite era el ser humano. Este jueves, con su fallecimiento a los 63 años en París, se ha perdido a un realizador que por encima de sus películas, más allá de su pulsión narrativa, defendió a la gente, e intentó —y casi siempre logró con enorme éxito— que fueran las personas el centro de su trabajo. Ante otros creadores dictadores del estilo, Cantet siempre se definió como narrador y observador, no como un director manipulador, aunque justo así levantó una filmografía coherente, maravillosa, que, entre otros galardones, le llevó a ganar la Palma de Oro con La clase en 2008, película con la que llegó a ser candidato al Oscar.
Su lucha constante contra el cáncer no le impidió rodar algunos filmes memorables. Su último trabajo, Arthur Rambo (2021), era un buen ejemplo de saber tomar el pulso a la realidad y de reflejar ambientes a priori alejados de él, un chaval criado en Melle, ciudad al oeste de Francia, hijo de dos profesores que influyeron decisivamente en su humanismo. Arthur Rambo es el seudónimo de Karim, un veinteañero de origen magrebí criado en una banlieue que triunfa en el elitista ambiente literario parisiense, y que justo cuando roza la fama ve cómo en horas su carrera se trunca por su historial en Twitter, por unos mensajes que su nombre de guerra ya señalaba como irónicos. “Soy consciente de la importancia de las redes sociales para militantes que organizan movimientos, que intercambian ideas, pero tengo la impresión de que en Twitter uno se expresa de cualquier modo: tienes que reaccionar muy rápido, no reflexionas antes de escribir. Creo que esa tendencia a pensar en eslóganes forma parte de la cultura contemporánea. Y esa simplificación del pensamiento me asusta”, explicaba en su estreno. Ahí estaba Cantet, como ha titulado el diario Liberation su obituario, “entre la dulzura y la rebelión”.
Cantet estudió fotografía en la Universidad de Marsella, y posteriormente cine en el Institut des Hautes Études Cinématographiques (IDHEC) en París, donde se graduó en 1986. En sus clases coincidió con Dominik Moll y Robin Campillo, con quien escribió en varias ocasiones y a quien animó a dirigir 120 pulsaciones por minuto. Justo con Campillo acababa ahora de escribir Cantet el guion de su próximo proyecto, Enzo, que ya había cerrado su reparto y planeaba rodar a finales de este 2024, protagonizado por un adolescente que, huyendo de un padre controlador, se mete a peón de albañil.
Tras colaborar en varios documentales y dirigir varios cortos, la cadena Arte le invitó a desarrollar un proyecto y así debutó en el mediometraje en 1999 con Les Sanguinaires. Lo compaginó con el que sería su espectacular debut en el largo, Recursos humanos (1999), un drama centrado en el choque entre un chaval que comienza a trabajar en el departamento de recursos humanos de una fábrica y su padre, veterano trabajador en ese empresa. Fue una presentación contundente, enrabietada, nacida de sus creencias, “quizá porque provengo de una familia de militantes”, aunque alejada de partidos políticos: “Mi alma no funciona con ese compromiso”. Ganó en el festival de San Sebastián en la sección Nuevos Directores y obtuvo dos premios César, los Oscar del cine francés.
Un caso real
Su segundo largo, El empleo del tiempo (2001), estaba inspirado en el caso real de Jean-Claude Romand, que engañó a su familia y amigos haciéndoles creer que trabajaba en Ginebra en la Organización Mundial de Salud. Tras lustros de vivir pidiéndoles dinero para invertirlo en Suiza, acabó asesinando a su esposa y a sus hijos. Este mismo drama lo relató Emmanuel Carrère en El adversario. Cantet lo centró otra vez en las relaciones laborales, en el aplastamiento del ser humano por la maquinaria profesional: “No me interesa si existe el mal. Lo que me interesa es intentar entender los mecanismos de las personas y para conseguirlo lucho por no entrar en juicios morales. Como dice Renoir, cada uno tiene sus razones. Y son esas razones las que quiero estudiar. Puede que sea muy materialista por mi parte, no lo sé”.
Necesitado de otros aires, pero impulsado por su batalla social, el tercer largo de Cantet viajó fuera de Francia, a Haití, para ilustrar el turismo sexual en ese país con Hacia el sur (2005), que protagonizó Charlotte Rampling, y que se desarrollaba a finales de los setenta para sacar punta a esos viajes de placer de mujeres de mediana edad en mitad de la feroz dictadura, cimentada en la miseria, de Baby Doc Duvalier.
Su cuarto filme le consagró. Más allá de ser una obra maestra, La clase ganó la Palma de Oro de Cannes en 2008, cuando el cine francés llevaba dos décadas sin obtener ese reconocimiento. Curiosamente, Cannes nunca quiso mucho a Cantet. En La clase, jugó a mezclar realidad y ficción al adaptar un libro biográfico de François Bégaudeau, un profesor de un colegio de París, que aparecía en pantalla, acompañado de un reparto compuesto de no profesionales, de maestros y alumnos interpretándose a sí mismos. Cantet creó un taller de trabajo con los alumnos antes de seleccionar a los que formarían el equipo definitivo y rodar, con cuatro cámaras, lo que ocurría entre ellos y su profesor, Bégaudeau. “Buscaba los momentos de tensión dentro del aula y ver cómo se resolvían. Basta ya de tomar por idiotas a los adolescentes, son bastante más listos de lo que yo era a su edad. La agresividad del profesor es una forma de reconocer que los alumnos merecen ser tratados como iguales. Al provocarles les permite pensar. Aunque yo no diría que es agresividad lo que aplica con ellos sino ironía y verdad”, insistía en su estreno.
Amante de los boquerones y de los pimientos de Padrón, veraneante en diversas ocasiones en Cádiz, Cantet entendía el español, y eso le ayudó tanto en su participación en el filme colectivo Siete días en La Habana (2011) como en Regreso a Ítaca (2014), coescrita con Leonardo Padura, una historia que demostraba que los Ulises de turno no tienen por qué ser felices cuando pisan de nuevo la tierra prometida, porque el protagonista del filme, Amadeo (Jorge Perugorría), volvía a su ciudad natal tras 16 años en el exilio en España. En esa Cuba derrumbada, eco de una nación que probablemente solo existió en la imaginación de sus dirigentes, la Ítaca de la amistad entre Amadeo y los colegas que dejó atrás emerge en mitad de la Ítaca de la revolución (en un reflejo de los versos de Cavafis). Entre sus rodajes en Cuba, Cantet adaptó una novela de Joyce Carol Oates en Foxfire (2012), la historia de una banda de chicas en el norte del Estado de Nueva York en los años cincuenta, y que fue su trabajo menos logrado.
Todos estos filmes los mezcló con su militancia social, su labor en apoyo de los inmigrantes, en especial de los trabajadores ilegales denominados en Francia los sans-papiers, y por eso formó parte del grupo Collectif des Cinéastes pour les Sans-Papiers. Y para hablar de esa Francia que bullía más allá de los pisos de parqué crujiente de la burguesía de las grandes ciudades, volvió al método de trabajo de La clase en El taller de escritura (2017), en el que unos adolescentes de La Ciotat, población de rico pasado industrial y devenida en su infierno sin futuro, batallan para encontrar su salida vital a través de un taller literario impartido por una maestra recién llegada a la ciudad. Para que los actores jóvenes emplearan su voz interior, el cineasta trabajó con ellos semanas antes y remató el guion con su colaboración. Ahí estaba otro de los talentos de Cantet, su capacidad para dar voz, su defensa para que puedan expresarse todo tipo de opiniones que sirvan para que el espectador entienda una situación. Tanto en El taller de escritura como en Arthur Rambo hay personajes duales que “junto a un enorme humanismo albergan una gran ira”, una ira sobre la que advertía: “Ya es hora que la tengamos en cuenta, nos va a explotar en la cara”.
En los últimos minutos de La clase, una alumna le dice al profesor acabado el curso: “Yo no he aprendido nada. No entiendo lo que hacemos”. Con Laurent Cantet, aprendimos del cine y de la vida.
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