El Tintoretto pintó la coronación del 87º dux de la Serenísima a manos de Venecia. El lienzo, en el que un Nicolò da Ponte rejuvenecido, para los 86 años que contaba, recibe una corona de laurel, puede verse hoy en la Sala del Consejo del Palacio Ducal. Y fue pintado al final de la vida del dux. Fue, en rigor, la coronación a una vida de estudio —filosofía en Padúa y Medicina en Venecia además del Collegio del Savi— esfuerzo —para reconquistar la fortuna que su familia perdió en Constantinopla— y audacia, para convertirse primero en rico terrateniente y posteriormente en dux. Así, cuando, con 86 años, fue elegido para ese cargo corrió el rumor de que lo había conseguido gracias a su dinero. En parte se podría hacer esa lectura. Era el dux el que pagaba las regatas, los recibimientos a reyes y sultanes o los fuegos artificiales que había en Venecia. Sin embargo, en su caso, había algo más.
Con el dinero que consiguió como comerciante, y que le llevaría a abandonar sus otras vocaciones, levantó un edificio magnífico, aunque no extraordinario: no daba al Gran Canal. El Palazzo Da Ponte junto a San Maurizio, al lado del Campo Santo Stefano y muy cerca del Puente de la Academia que cruza el Gran Canal, se construyó al final del renacimiento y tiene ese peso en el lugar.
Allí, Da Ponte hospedó al dux Sebastiano Venier cuando el Palacio Ducal, donde por entonces convivían tribunales, gobierno y prisioneros, sufrió uno de sus tres grandes incendios. Puede que ese favor le abriera la puerta de la nobleza, el caso es que Nicolò Da Ponte terminó sus días convertido en el 87º dux de la Serenisima y su Palazzo Da Ponte en un monumento con historia, y artesanía, en cada uno de sus cuatro pisos.
Ese edificio, del siglo XVI es el que la arquitecta turinesa afincada en España Teresa Sapey ha convertido en el Palazzo dei Fiori. Sapey ha querido rendir homenaje a los escasos jardines —casi todos secretos, casi todos privados— de Venecia y ha nombrado cada uno de los 16 apartamentos con el nombre de una flor, y con precios a partir de unos 300 euros por una habitación doble.
Es, casi podría decirse, el único cambio radical del inmueble. Como sucede en toda Venecia el equilibrio entre lo que requiere cambio, para poder funcionar, y lo que no se puede tocar es precario. Y Sapey —que lo considera la principal dificultad de este proyecto— lo ha sabido aprovechar para, reutilizando columnas de mármol, puliendo los suelos de terrazzo, restaurando los estucos y los trabajos yeserías y abriendo vistas sobre los grandes hitos arquitectónicos de la ciudad, cambiar radicalmente el lugar sin arrasarlo ni borrarlo.
En el Palazzo dei Fiori, que gestiona el grupo hotelero español Room Mate, la arquitectura habla del siglo XVI —los dormitorios con alcoba— y las cocinas —ideadas por Sapey y su estudio— de la comodidad del XXI. Los colores —marca de la casa de la italiana— no salpican el Palazzo, lo iluminan con tapicerías, lámparas y estampados en las alfombras que recrean la iconografía veneciana de cristales, lágrimas y putti.
Uno de los aciertos de Sapey es haber sabido actualizar esa artesanía veneciana justo porque esa ciudad es una de las pocas urbes europeas que conserva, y atesora, los oficios artísticos. La puesta al día de los trabajos de herreros, cristaleros y yeseros del siglo XVI contrasta con el colorido del mobiliario italo-español actual que brota en el lugar sin perturbarlo, como las flores en los jardines secretos. Así, los armarios recrean vistas de Venecia de De Piscis pixeladas, pero se imponen como un estampado de camuflaje.
Con apartamentos de entre 64 y 300 metros cuadrados, el Palazzo le habla con respeto, pero sin servilismo, a la ciudad de los dux. Las intervenciones de la arquitecta son drásticas, pero funcionan como islas, no rozan la arquitectura, se acomodan en una distribución que recupera marcos de mármol y carpinterías de madera y hierro forjado. Los mármoles originales, cercanos a los góticos del Palacio Ducal, contrastan con el brillo de los baños completamente forrados de mármol. El ingenioso juego de ingenios, para iluminar cada estancia —sin cerrar algunas alcobas, ubicando cocinas coloristas en lugares de paso— convive con el humor —otra marca de la casa de Sapey— en las griferías con forma de flor, los arabescos de los cabezales de las camas, el refugio de las alcobas o los recorridos, a veces laberínticos, dentro de los mayores apartamentos.
La renovación, y la reconversión naturalmente, del Palazzo no se anuncia en la calle. La firmeza del edificio renacentista no se adivina desde la calle que lleva el nombre del veneciano que lo encargó. Sin embargo, se anuncia nada más entrar, con la celebración, y el lujo de dedicar el mayor espacio en la planta baja a ubicar una instalación luminosa, transitable y vitalista —obra de la propia Sapey y su hija Francesca, también arquitecta y socia del estudio— que une los ocres de la calle con los azules de la puerta que da al canal. Ese pasaje-instalación (reciclado de una obra que Sapey firmó para Formica en el Madrid Design Festival) conduce así mismo hacia las dos escaleras y los ascensores que facilitan la comunicación vertical entre las plantas. La principal lleva directamente a las habitaciones del dux —flanqueadas por las dos dedicadas a sus dos amantes—. Los peldaños más discretos, de terrazo suavizado por el paso del tiempo, ofrecen un recorrido por el edificio que es, también, un tour veneciano: a cada planta se revela una nueva cúpula, un nuevo campanario, la vista de San Giorgio o la Giudeca para que, al finalizar el recorrido, se complete el palimpsesto que es Venecia y el puzzle, de historia, imaginación y audacia, que es, en el siglo XXI, cada uno de sus edificios conservados, respetados y puestos al día.
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